PODEROSO CABALLERO ES DON DINERO. QUEVEDO


Poderoso caballero es don Dinero 
Madre, yo al oro me humillo,
él es mi amante y mi amado,
pues de puro enamorado                      
de continuo anda amarillo;
que pues, doblón o sencillo,
hace todo cuanto quiero,
poderoso caballero
es don Dinero.                              
 
  Nace en las Indias honrado
donde el mundo le acompaña;
viene a morir en España
y es en Génova enterrado.
Y pues quien le trae al lado                
es hermoso, aunque sea fiero,
poderoso caballero
es don Dinero.
 
  Es galán y es como un oro;
tiene quebrado el color,                    
persona de gran valor,
tan cristiano como moro.
Pues que da y quita el decoro
y quebranta cualquier fuero,
poderoso caballero                          
es don Dinero.
 
  Son sus padres principales,
y es de noble descendiente,
porque en las venas de oriente
todas las sangres son reales;               
y pues es quien hace iguales
al duque y al ganadero,
poderoso caballero
es don Dinero.
 
 ¿A quién no maravilla                 
ver en su gloria sin tasa
que es lo más ruin de su casa
doña Blanca de Castilla?
Mas pues que su fuerza humilla
al cobarde y al guerrero,                 
poderoso caballero 
es don Dinero.
 
  Sus escudos de armas nobles
son siempre tan principales,
que sin sus escudos reales                  
no hay escudos de armas dobles;
y pues a los mismos robles
da codicia su minero,
poderoso caballero
es don Dinero.                              
 
  Por importar en los tratos
y dar tan buenos consejos,
en las casas de los viejos
gatos le guardan de gatos;
y pues él rompe recatos                     
y ablanda al juez más severo,
poderoso caballero
es don Dinero.
 
  Y es tanta su majestad,
(aunque son sus duelos hartos),               
que aún con estar hecho cuartos,
no pierde su calidad;
pero pues da autoridad
al gañán y al pordiosero,
poderoso caballero                          
es don Dinero.
 
  Nunca vi damas ingratas
a su gusto y afición,
que a las caras de un doblón
hacen sus caras baratas;                    
y pues las hace bravatas
desde una bolsa de cuero,
poderoso caballero
es don Dinero.
 
  Más valen en cualquier tierra             
(¡mirad si es harto sagaz!),
sus escudos en la paz,
que rodelas en la guerra.
Pues al pobre le destierra
y hace propio al forastero,                 
poderoso caballero
es don Dinero.
 

SOBRE "LAZARILLO DE TORMES"














DEFINICIÓN DE PÍCARO


LAZARILLO DE TORMES: TRATADO I. texto

Tratado Primero
Cuenta Lázaro su vida, y cuyo hijo fue

Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña, que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí: de manera que con verdad puedo decir nacido en el río. Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo que fue preso, y confesó y no negó y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la Gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue, y con su señor, como leal criado, feneció su vida.
Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas. Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban, vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa, y se iba a la mañana; otras veces de día llegaba a la puerta, en achaque de comprar huevos, y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños, a que nos calentábamos. De manera que, continuando con la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar. Y acuérdome que, estando el negro de mi padre trebejando con el mozuelo, como el niño vía a mi madre y a mí blancos, y a él no, huía dél con miedo para mi madre, y señalando con el dedo decía: "¡Madre, coco!".
Respondió él riendo: "¡Hideputa!"
Yo, aunque bien mochacho, noté aquella palabra de mi hermanico, y dije entre mí:
"¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mesmos!"
Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo, y hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada, que para las bestias le daban, hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles, y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile, porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. Y probósele cuanto digo y aun más, porque a mí con amenazas me preguntaban, y como niño respondía, y descubría cuanto sabía con miedo, hasta ciertas herraduras que pormandado de mi madre a un herrero vendí. Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron, y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho Comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.
Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia; y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana; y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.
En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole como era hijo de un buen hombre, el cual por ensalzar la fe había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano. Él le respondió que así lo haría, y que me recibía no por mozo sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.
Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí; y cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y ambos llorando, me dio su bendición y dijo:
"Hijo, ya sé que no te veré más. Procura ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto. Válete por ti."
Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba. Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada della un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allí puesto, me dijo:
"Lázaro, llega el oído a este toro, y oirás gran ruido dentro dél."
Yo simplemente llegué, creyendo ser ansí; y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada, y díjome:
"Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo", y rió mucho la burla.
Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba. Dije entre mí:
"Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer."
Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza, y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho, y decía:
"Yo oro ni plata no te lo puedo dar, mas avisos para vivir muchos te mostraré."
Y fue ansí, que después de Dios éste me dio la vida, y siendo ciego me alumbró y adestró en la carrera de vivir. Huelgo de contar a V.M. estas niñerías para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.
Pues tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, V.M. sepa que desde que Dios crió el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila; ciento y tantas oraciones sabía de coro: un tono bajo, reposado y muy sonable que hacía resonar la iglesia donde rezaba, un rostro humilde y devoto que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer. Allende desto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas, que sus maridos las quisiesen bien; echaba pronósticos a las preñadas, si traía hijo o hija. Pues en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muela, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía: "Haced esto, hareís estotro, cosed tal yerba, tomad tal raíz." Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decían creían. Destas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.
Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi, tanto que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad: si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas con todo su saber y aviso le contaminaba de tal suerte que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo.
Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacallas, era con tan gran vigilancia y tanto por contadero, que no bastaba hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja; mas yo tomaba aquella laceria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada. Después que cerraba el candado y se descuidaba pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando no por tasa pan, mas buenos pedazos, torreznos y longaniza; y ansí buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba. Todo lo que podía sisar y hurtar, traía en medias blancas; y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera, y decía:
"¿Qué diablo es esto, que después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha."
También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por el cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces, diciendo: "¿Mandan rezar tal y tal oración?", como suelen decir.
Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos, y yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas turóme poco, que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido; mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino lo dejaba a buenas noches. Mas como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito, y asentaba su jarro entre las piernas, y atapábale con la mano, y ansí bebía seguro. Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destillarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada: espantábase, maldecía, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.
"No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano."
Tantas vueltas y tiento dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido, y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando en el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía, estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada desto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima. Fué tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos dél se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé.
Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y sonriéndose decía: "¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud", y otros donaires que a mi gusto no lo eran.
Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar dél; mas no lo hice tan presto por hacello más a mi salvo y provecho. Y aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonalle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coxcorrones y repelándome. Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:
"¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña."
Santiguándose los que lo oían, decían: "¡Mirá, quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!", y reían mucho el artificio, y decíanle: "Castigaldo, castigaldo, que de Dios lo habréis."
Y él con aquello nunca otra cosa hacía. Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos, y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por ellas, si lodo, por lo más alto; que aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos; y aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más: tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.
Y porque vea V.M. a cuánto se estendía el ingenio deste astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo, porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: "Más da el duro que el desnudo." Y venimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos Sant Juan.
Acaeció que llegando a un lugar que llaman Almorox, al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo dellas en limosna, y como suelen ir los cestos maltratados y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano; para echarlo en el fardel tornábase mosto, y lo que a él se llegaba. Acordó de hacer un banquete, ansí por no lo poder llevar como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:
"Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas dél tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño."
Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debría hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
"Lázaro, engañado me has: juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres."
"No comí -dije yo- mas ¿por qué sospecháis eso?"
Respondió el sagacísimo ciego:
"¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas." a lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos ansí por debajo de unos soportales en Escalona, adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte dellas dieron a mi amo en la cabeza; el cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:
"Anda presto, mochacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo."
Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era, y como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, díjele:
"Tío, ¿por qué decís eso?"
Respondióme:
"Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás como digo verdad."
Y ansí pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias. Y como iba tentando si era allí el mesón, adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran sospiro dijo:
"¡O mala cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre, por ninguna vía!"
Como le oí lo que decía, dije:
"Tío, ¿qué es eso que decís?"
"Calla, sobrino, que algún día te dará éste, que en la mano tengo, alguna mala comida y cena."
"No le comeré yo -dije- y no me la dará."
"Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives."
Y ansí pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedía en él.
Era todo lo más que rezaba por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras y ansí por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.
Reíme entre mí, y aunque mochacho noté mucho la discreta consideración del ciego.
Mas por no ser prolijo dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar.
Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y dióme un pedazo de longaniza que la asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí. Y como al presente nadie estuviese sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndome puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que de ser cocido por sus deméritos había escapado.
Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza, y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no lo haber tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:
"¿Qué es esto, Lazarillo?"
"¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí échar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí, y por burlar haría esto."
"No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible "
Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza, y llegóse a olerme; y como debió sentir el huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad, y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos, abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón con el enojo se habían augmentado un palmo, con el pico de la cual me llegó a la gulilla. Y con esto y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago, y lo más principal, con el destiento de la cumplidísima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese devuelto a su dueño: de manera que antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra malmaxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.
¡Oh, gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruido no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta; y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.
Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no se las reír.
Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, por que me maldecía, y fue no dejalle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello que la meitad del camino estaba andado; que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así. Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban, y con el vino que para beber le había traído, laváronme la cara y la garganta, sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:
"Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida."
Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara, y con vino luego sanaba.
"Yo te digo -dijo- que si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú."
Y reían mucho los que me lavaban con esto, aunque yo renegaba. Mas el pronóstico del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener spíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante V.M. oirá.
Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejalle, y como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue ansí, que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna, y había llovido mucho la noche antes; y porque el día también llovía, y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, dijóme el ciego:
"Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo."
Para ir allá, habíamos de pasar un arroyo que con la mucha agua iba grande. Yo le dije:
"Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin nos mojar, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto."
Parecióle buen consejo y dijo:
"Discreto eres; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados."
Yo, que vi el aparejo a mi deseo, saquéle debajo de los portales, y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre la cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:
"Tio, éste es el paso más angosto que en el arroyo hay."
Como llovía recio, y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua que encima de nos caía, y lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme dél venganza), creyóse de mí y dijo:
"Ponme bien derecho, y salta tú el arroyo."
Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste como quien espera tope de toro, y díjele:
"¡Sus! Saltá todo lo que podáis, porque deis deste cabo del agua."
Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón, y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto, y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás, medio muerto y hendida la cabeza.
"¿Cómo, y olistes la longaniza y no el poste? ¡Olé! ¡Olé! -le dije yo.
Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y antes que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.

RENACIMIENTO: INFORMACIÓN PARA ABORDAR "LAZARILLO DE TORMES"











RENACIMIENTO












"Yerma"-Federico García Lorca : Acto II Cuadro II.

PARTE II. YERMA. FEDERICO GARCÍA LORCA

La obra "Yerma" está en dos partes, la primer parte es la entrada anterior y aquí el resto...No cabe en una sola entrada, saludos y buena lectura!


YERMA. Lo sé muy bien. No lo repitas.
JUAN. Cada hombre tiene su vida.
YERMA. Y cada mujer la suya. No te pido yo que te quedes. Aquí tengo todo lo que
necesito. Tus hermanas me guardan bien. Pan tierno y requesón y cordero asado como
yo aquí, y pasto lleno de rocío tus ganados en el monte. Creo que puedes vivir en paz.
JUAN. Para vivir en paz se necesita estar tranquilo.
YERMA. ¿Y tú no estás?
JUAN. No estoy.
YERMA. Desvía la intención.
JUAN. ¿Es que no conoces mi modo de ser? Las ovejas en el redil y las mujeres en su
casa. Tú sales demasiado. ¿No me has oído decir esto siempre?
YERMA. Justo. Las mujeres dentro de sus casas. Cuando las casas no son tumbas.
Cuando las sillas se rompen y las sábanas de hilo se gastan con el uso. Pero aquí, no.
Cada noche, cuando me acuesto, encuentro mi cama más nueva, mas reluciente, como si estuviera recién traída de la ciudad.
JUAN. Tú misma reconoces que llevo razón al quejarme. ¡Que tengo motivos para estar alerta!
YERMA. Alerta ¿de qué? En nada te ofendo. Vivo sumisa a ti, y lo que sufro lo guardo
pegado a mis carnes. Y cada día que pase será peor. Vamos a callarnos. Yo sabré llevar
mi cruz como mejor pueda, pero no me preguntes nada. Si pudiera de pronto volverme vieja y tuviera la boca como una flor machacada, te podría sonreír y conllevar la vida contigo. Ahora, ahora, déjame con mis clavos.
JUAN. Hablas de una manera que yo no te entiendo. No te privo de nada. Mando a los
pueblos vecinos por las cosas que te gustan. Yo tengo mis defectos, pero quiero tener
paz y sosiego contigo. Quiero dormir fuera y pensar que tú duermes también.
YERMA. Pero yo no duermo, yo no puedo dormir.
JUAN . ¿Es que te falta algo? Dime. (Pausa.) ¡Contesta!
YERMA. (Con intención y mirando fijamente al Marido.) Sí, me falta.
JUAN. Siempre lo mismo. Hace ya más de cinco años. Yo casi lo estoy olvidando.
YERMA. Pero yo no soy tú. Los hombres tienen otra vida: los ganados, los árboles, las
conversaciones; y las mujeres no tenemos más que esta de la cría y el cuido de la cría.
JUAN. Todo el mundo no es igual. ¿Por qué no te traes un hijo de tu hermano? Yo no
me opongo.
YERMA. No quiero cuidar hijos de otras. Me figuro que se me van a helar los brazos
de tenerlos.
JUAN. Con este achaque vives alocada, sin pensar en lo que debías, y te empeñas en
meter la cabeza por una roca.
YERMA. Roca que es una infamia que sea roca, porque debía ser un canasto de flores y
agua dulce.
JUAN. Estando a tu lado no se siente más que inquietud, desasosiego. En último caso
debes resignarte.
YERMA. Yo he venido a estas cuatro paredes para no resignarme. Cuando tenga la
cabeza atada con un pañuelo para que no se me abra la boca, y las manos bien
amarradas dentro del ataúd, en esa hora me habré resignado.
JUAN. Entonces, ¿qué quieres hacer?
YERMA. Quiero beber agua y no hay vaso ni agua; quiero subir al monte y no tengo
pies; quiero bordar mis enaguas y no encuentro los hilos.
JUAN. Lo que pasa es que no eres una mujer verdadera y buscas la ruina de un hombre
sin voluntad.
YERMA Yo no sé quién soy. Déjame andar y desahogarme. En nada te he faltado.
JUAN. No me gusta que la gente me señale. Por eso quiero ver cerrada esa puerta y
cada persona en su casa.
(Sale la Hermana I lentamente y se acerca a una alacena.)
YERMA. Hablar con la gente no es pecado.
JUAN. Pero puede parecerlo. (Sale la otra Hermana y se dirige a los cántaros, en los
cuales llena una jarra.) (Bajando la voz.) Yo no tengo fuerzas para estas cosas. Cuando
te den conversación, cierras la boca y piensas que eres una mujer casada.
YERMA. (Con asombro.) ¡Casada!
JUAN. Y que las familias tienen honra y la honra es una carga que se lleva entre todos.
(Sale la Hermana con la jarra, lentamente.) Pero que está oscura y débil en los mismos
caños de la sangre. (Sale la otra Hermana con una fuente, de modo casi procesional.
Pausa.) Perdóname. (Yerma mira a su Marido; éste levanta la cabeza y se tropieza con
la mirada.) Aunque me miras de un modo que no debía decirte perdóname, sino
obligarte, encerrarte, porque para eso soy el marido.
(Aparecen las dos hermanas en la puerta.)
YERMA. Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión. (Pausa)
JUAN. Vamos a comer. (Entran las Hermanas. Pausa.) ¿Me has oído?
YERMA. (Dulce.) Come tú con tus hermanas. Yo no tengo hambre todavía.
JUAN. Lo que quieras. (Entra.)
YERMA. (Como soñando.)
¡Ay qué prado de pena!
¡Ay qué puerta cerrada a la hermosura,
que pido un hijo que sufrir y el aire
me ofrece dalias de dormida luna!
Estos dos manantiales que yo tengo
de leche tibia, son en la espesura
de mi carne, dos pulsos de caballo,
que hacen latir la rama de mi angustia.
¡Ay pechos ciegos bajo mi vestido!
¡Ay palomas sin ojos ni blancura!
¡Ay qué dolor de sangre prisionera
me está clavando avispas en la nuca!
Pero tú has de venir, ¡amor!, mi niño,
porque el agua da sal, la tierra fruta,
y nuestro vientre guarda tiernos hijos
como la nube lleva dulce lluvia.
(Mira hacia la puerta)
¡Mariía! ¿Por qué pasas tan deprisa por mi puerta?
MARÍA. (Entra con un niño en brazos.) Cuando voy con el niño, lo hago... ¡Como
siempre lloras!...
YERMA. Tienes razón. (Coge al niño y se sienta.)
MARÍA. Me da tristeza que tengas envidia. (Se sienta.)
YERMA. No es envidia lo que tengo; es pobreza.
MARÍA. No te quejes.
YERMA. ¡Cómo no me voy a quejar cuando te veo a ti y a las otras mujeres llenas por
dentro de flores, y viéndome yo inútil en medio de tanta hermosura!
MARÍA. Pero tienes otras cosas. Si me oyeras, podrías ser feliz.
YERMA. La mujer del campo que no da hijos es inútil como un manojo de espinos ¡y
hasta mala!, a pesar de que yo sea de este desecho dejado de la mano de Dios. (Mari´a
hace un gesto como para tomar al niño.) Tómalo; contigo está más a gusto. Yo no debo
tener manos de madre.
MARÍA. ¿Por qué me dices eso?
YERMA. (Se levanta.) Porque estoy harta, porque estoy harta de tenerlas y no poderlas
usar en cosa propia. Que estoy ofendida, ofendida y rebajada hasta lo último, viendo
que los trigos apuntan, que las fuentes no cesan de dar agua, y que paren las ovejas
cientos de corderos, y las perras, y que parece que todo el campo puesto de pie me
enseña sus crías tiernas, adormiladas, mientras yo siento dos golpes de martillo aquí, en lugar de la boca de mi niño.
MARÍA. No me gusta lo que dices.
YERMA. Las mujeres, cuando tenéis hijos, no podéis pensar en las que no los tenemos.
Os quedáis frescas, ignorantes, como el que nada en agua dulce no tiene idea de la sed.
MARÍA. No te quiero decir lo que te digo siempre.
YERMA. Cada vez tengo más deseos y menos esperanzas.
MARÍA. Mala cosa.
YERMA. Acabaré creyendo que yo misma soy mi hijo. Muchas noches bajo yo a echar
la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mujer lo hace, y cuando
paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.
MARÍA. Cada criatura tiene su razón.
YERMA. A pesar de todo, sigue queriéndome. ¡Ya ves cómo vivo!
MARÍA. ¿Y tus cuñadas?
YERMA. Muerta me vea y sin mortaja, si alguna vez les dirijo la conversación.
MARÍA. ¿Y tu marido?
YERMA. Son tres contra mí.
MARÍA. ¿Qué piensan?
YERMA. Figuraciones. De gente que no tiene la conciencia tranquila. Creen que me
puede gustar otro hombre y no saben que, aunque me gustara, lo primero de mi casta es la honradez. Son piedras delante de mí. Pero ellos no saben que yo, si quiero, puedo ser agua de arroyo que las lleve.
(Una hermana entra y sale llevando un pan.)
MARÍA. De todas maneras, creo que tu marido te sigue queriendo.
YERMA. Mi marido me da pan y casa.
MARÍA. ¡Qué trabajos estás pasando, qué trabajos, pero acuérdate de las llagas de
Nuestro Señor! (Están en la puerta.)
YERMA. (Mirando al niño.) Ya ha despertado.
MARÍA. Dentro de poco empezará a cantar.
YERMA. Los mismos ojos que tú, ¿lo sabías? ¿Los has visto? (Llorando.) ¡Tiene los
mismos ojos que tú!
(Yerma empuja suavemente a María y ésta sale silenciosa. Yerma se dirige a la puerta
por donde entró su marido.)
MUCHACHA 2. ¡Chisss!
YERMA. (Volviéndose.) ¿Qué?
MUCHACHA 2 Esperé a que saliera. Mi madre te está aguardando.
YERMA . ¿Está sola?
MUCHACHA 2. Con dos vecinas.
YERMA. Dile que esperen un poco.
MUCHACHA 2 ¿Pero vas a ir? ¿No te da miedo?
YERMA. Voy a ir.
MUCHACHA 2. ¡Allá tú!
YERMA. ¡Que me esperen aunque sea tarde!
(Entra Víctor)
VÍCTOR. ¿Está Juan?
YERMA. Sí.
MUCHACHA 2 (Cómplice.) Entonces, yo traeré la blusa.
YERMA. Cuando quieras. (Sale la Muchacha.) Siéntate.
VÍCTOR. Estoy bien así.
YERMA. (Llamando al marido.) ¡Juan!
VÍCTOR. Vengo a despedirme.
YERMA. (Se estremece ligeramente, pero vuelve a su serenidad) ¿Te vas con tus
hermanos?
VÍCTOR. Así lo quiere mi padre.
YERMA. Ya debe estar viejo.
VÍCTOR. Sí, muy viejo. (Pausa)
YERMA. Haces bien en cambiar de campos.
VÍCTOR. Todos los campos son iguales.
YERMA. No. Yo me iría muy lejos.
VÍCTOR. Es todo lo mismo. Las mismas ovejas tienen la misma lana.
YERMA. Para los hombres, sí, pero las mujeres somos otra cosa. Nunca oí decir a un
hombre comiendo: «¡Qué buena son estas manzanas!». Vais a lo vuestro sin reparar en la delicadezas. De mí sé decir que he aborrecido el agua de estos pozos.
VÍCTOR . Puede ser.
(La escena está en una suave penumbra. Pausa.)
YERMA. Víctor.
VÍCTOR. Dime.
YERMA. ¿Por qué te vas? Aquí las gentes te quieren.
VÍCTOR. Yo me porté bien. (Pausa.)
YERMA. Te portaste bien. Siendo zagalón me llevaste una vez en brazos; ¿no
recuerdas? Nunca se sabe lo que va a pasar.
VÍCTOR. Todo cambia.
YERMA. Algunas cosas no cambian. Hay cosas encerradas detrás de los muros que no
pueden cambiar porque nadie las oye.
VÍCTOR. Así es.
(Aparece la Hermana 2 y se dirige lentamente hacia la puerta, donde se queda fija,
iluminada por la última luz de la tarde.)
YERMA. Pero que si salieran de pronto y gritaran, llenarían el mundo.
VÍCTOR. No se adelantaría nada. La acequia por su sitio, el rebaño en el redil, la luna
en el cielo y el hombre con su arado.
YERMA. ¡Qué pena más grande no poder sentir las enseñanzas de los viejos!
(Se oye el sonido largo y melancólico de las caracolas de los pastores.)
VÍCTOR. Los rebaños.
JUAN. (Sale.) ¿Vas ya de camino?
VÍCTOR. Quiero pasar el puerto antes del amanecer.
JUAN. ¿Llevas alguna queja de mí?
VÍCTOR. No. Fuiste buen pagador.
JUAN. (A Yerma.) Le compré los rebaños.
YERMA. ¿Sí?
VÍCTOR . (A Yerma.) Tuyos son.
YERMA. No lo sabía.
JUAN . (Satisfecho.) Así es.
VÍCTOR. Tu marido ha de ver su hacienda colmada.
YERMA. El fruto viene a las manos del trabajador que lo busca.
(La Hermana que está en la puerta entra dentro.)
JUAN Ya no tenemos sitio donde meter tantas ovejas.
YERMA. (Sombría.) La tierra es grande. (Pausa)
JUAN. Iremos juntos hasta el arroyo.
VÍCTOR. Deseo la mayor felicidad para esta casa. (Le da la mano a Yerma.)
YERMA. ¡Dios te oiga! ¡Salud!
(Víctor le da salida y, a un movimiento imperceptible de Yerma, se vuelve.)
VÍCTOR. ¿Decías algo?
YERMA. (Dramática.) Salud dije.
VÍCTOR. Gracias.
(Salen. Yerma queda angustiada mirándose la mano que ha dado a Vcítor. Yerma se
dirige rápidamente hacia la izquierda y toma un mantón)
MUCHACHA 2. (En silencio, tapándole la cabeza.) Vamos.
YERMA. Vamos.
(Salen sigilosamente. La escena está casi a oscuras. Sale la hermana con un velón que
no debe dar al teatro luz ninguna, sino la natural que lleva. Se dirige al fin de la escena
buscando a Yerma. Suenan los caracoles de los rebaños.)
CUÑADA I. (En voz baja.) ¡Yerma!
(Sale la Hermana 2, se miran las dos y se dirige a la puerta.)
CUÑADA 2(Más alto.) ¡Yerma! (Sale.)
CUÑADA I. (Dirigiéndose a la puerta también y con una carrasposa voz.) ¡Yerma!
(Sale. Se oyen los cárabos y los cuernos de lo pastores. La escena está oscurísima.)
TELÓN.
Acto tercero

CUADRO PRIMERO
Casa de la Dolores, la conjuradora. Está amaneciendo. Entra Yerma con Dolores y dos
Viejas.
DOLORES. Has estado valiente.
VIEJA 1. No hay en el mundo fuerza como la del deseo.
VIEJA 2.Pero el cementerio estaba demasiado oscuro.
DOLORES. Muchas veces yo he hecho estas oraciones en el cementerio con mujeres
que ansiaban críos, y todas han pasado miedo. Todas, menos tú.
YERMA. Yo he venido por el resultado. Creo que no eres mujer engañadora.
DOLORES. No soy. Que mi lengua se llene de hormigas, como está la boca de los
muertos, si alguna vez he mentido. La última vez hice la oración con una mujer
mendicante, que estaba seca más tiempo que tú, y se le endulzó el vientre de manera tan hermosa que tuvo dos criaturas ahí abajo, en el río, porque no le daba tiempo a llegar a las casas, y ella misma las trajo en un pañal para que yo las arreglase.
YERMA. ¿Y pudo venir andando desde el río?
DOLORES. Vino. Con los zapatos y las enaguas empapadas en sangre..., pero con la
cara reluciente.
YERMA. ¿Y no le pasó nada?
DOLORES. ¿Qué le iba a pasar? Dios es Dios.
YERMA. Naturalmente. No le podía pasar nada, sino agarrar las criaturas y lavarlas
con agua viva. Los animales los lamen, ¿verdad? A mí no me da asco de mi hijo. Yo
tengo la idea de que las recién paridas están como iluminadas por dentro, y los niños se duermen horas y horas sobre ellas oyendo ese arroyo de leche tibia que les va llenando los pechos para que ellos mamen, para que ellos jueguen, hasta que no quieran más, hasta que retiren la cabeza "... otro poquito más, niño... ", y se les llene la cara y el pecho de gota blancas.
DOLORES. Ahora tendrás un hijo. Te lo puedo asegurar.
YERMA. Lo tendré porque lo tengo que tener. O no entiendo el mundo. A veces,
cuando ya estoy segura de que jamás, jamás..., me sube como una oleada de fuego por
los pies y se me quedan vacías todas las cosas, y los hombres que andan por la calle y
los toros y las piedras me parecen como cosas de algodón. Y me pregunto: ¿para qué
estarán ahí puestos?
VIEJA 1 Está bien que una casada quiera hijos, pero si no los tiene, ¿por qué ese ansia
de ellos? Lo importante de este mundo es dejarse llevar por los años. No te critico. Ya
has visto cómo he ayudado a los rezos. Pero, ¿qué vega esperas dar a tu hijo, ni qué
felicidad, ni qué silla de plata?
YERMA. Yo no pienso en el mañana; pienso en el hoy. Tú estás vieja y lo ves ya todo
como un libro leído. Yo pienso que tengo sed y no tengo libertad. Yo quiero tener a mi
hijo en los brazos para dormir tranquila y, óyelo bien y no te espantes de lo que te digo, aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho
mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón.
VIEJA 1. Eres demasiado joven para oír consejo. Pero, mientras esperas la gracia de
Dios, debes ampararte en el amor de tu marido.
YERMA. ¡Ay! Has puesto el dedo en la llaga más honda que tienen mis carnes.
DOLORES Tu marido es bueno.
YERMA. (Se levanta) ¡Es bueno! ¡Es bueno! ¿Y qué? Ojalá fuera malo. Pero no. Él va
con sus ovejas por sus caminos y cuenta el dinero por las noches. Cuando me cubre,
cumple con su deber, pero yo le noto la cintura fría como si tuviera el cuerpo muerto, y
yo, que siempre he tenido asco de las mujeres calientes, quisiera ser en aquel instante
como una montaña de fuego.
DOLORES. ¡Yerma!
YERMA No soy una casada indecente; pero yo sé que los hijos nacen del hombre y de
la mujer. ¡Ay, si los pudiera tener yo sola!
DOLORES. Piensa que tu marido también sufre.
YERMA. No sufre. Lo que pasa es que él no ansía hijos.
VIEJA 1. ¡No digas eso!
YERMA. Se lo conozco en la mirada y, como no los ansía, no me los da. No lo quiero,
no lo quiero y, sin embargo, es mi única salvación. Por honra y por casta. Mi única
salvación.
VIEJA 1 (Con miedo.) Pronto empezará a amanecer. Debes irte a tu casa.
DOLORES. Antes de nada saldrán los rebaños y no conviene que te vean sola.
YERMA. Necesitaba este desahogo. ¿Cuántas veces repito las oraciones?
DOLORES. La oración del laurel, dos veces, y al mediodía, la oración de santa Ana.
Cuando te sientas encinta me traes la fanega de trigo que me has prometido.
VIEJA 1. Por encima de los montes ya empieza a clarear. Vete.
DOLORES Como en seguida empezarán a abrir los portones, te vas dando un rodeo
por la acequia.
YERMA. (Con desaliento.) ¡No sé por qué he venido!
DOLORES. ¿Te arrepientes?
YERMA. ¡No!
DOLORES. (Turbada.) Si tienes miedo, te acompañaré hasta la esquina.
YERMA. ¡Quita!
VIEJA 1 (Con inquietud) Van a ser las claras del día cuando llegues a tu puerta. (Se
oyen voces)
DOLORES ¡Calla! (Escuchan)
VIEJA 1 No es nadie. Anda con Dios.
(Yerma se dirige a la puerta y en este momento llaman a ella. Las tres mujeres quedan
paradas.)
DOLORES. ¿Quién es?
JUAN Soy yo.
YERMA. Abre. (Dolores duda.) ¿Abres o no?
(Se oyen murmullos. Aparece Juan con las dos Cuñadas.)
HERMANA 2 Aquí está.
YERMA. ¡Aquí estoy!
JUAN. ¿Qué haces en este sitio? Si pudiera dar voces, levantaría a todo el pueblo, para
que viera dónde iba la honra de mi casa; pero he de ahogarlo todo y callarme porque
eres mi mujer.
YERMA. Si pudiera dar voces, también las daría yo, para que se levantaran hasta los
muertos y vieran esta limpieza que me cubre.
JUAN. ¡No, eso no! Todo lo aguanto menos eso. Me engañas, me envuelves y, como
soy un hombre que trabaja la tierra, no tengo ideas para tus astucias.
DOLORES. ¡Juan!
JUAN. ¡Vosotras, ni palabra!
DOLORES. (Fuerte.) Tu mujer no ha hecho nada malo.
JUAN. Lo está haciendo desde el mismo día de la boda. Mirándome con dos agujas,
pasando las noches en vela con los ojos abiertos al lado mío, y llenando de malos
suspiros mis almohadas.
YERMA. ¡Cállate!
JUAN. Y yo no puedo más. Porque se necesita ser de bronce para ver a tu lado una
mujer que te quiere meter los dedos dentro del corazón y que se sale de noche fuera de su casa, ¿en busca de qué? ¡Dime!, ¿buscando qué? Las calles están llenas de machos. En las calles no hay flores que cortar .
YERMA. No te dejo hablar ni una sola palabra. Ni una más. Te figuras tú y tu gente
que sois vosotros los únicos que guardáis honra, y no sabes que mi casta no ha tenido
nunca nada que ocultar. Anda. Acércate a mí y huele mis vestidos, ¡acércate!, a ver
dónde encuentras un olor que no sea tuyo, que no sea de tu cuerpo. Me pones desnuda
en mitad de la plaza y me escupes. Haz conmigo lo que quieras, que soy tu mujer, pero
guárdate de poner nombre de varón sobre mis pechos.
JUAN. No soy yo quien lo pone; lo pones tú con tu conducta y el pueblo lo empieza a
decir. Lo empieza a decir claramente. Cuando llego a un corro, todos callan; cuando voy a pesar la harina, todos callan; y hasta de noche en el campo, cuando despierto, me parece que también se callan las ramas de los árboles.
YERMA. Yo no sé por qué empiezan los malos aires que revuelcan al trigo y ¡mira tú
si el trigo es bueno!
JUAN. Ni yo sé lo que busca una mujer a todas horas fuera de su tejado.
YERMA. (En un arranque y abrazándose a su Marido.) Te busco a ti. Te busco a ti. Es
a ti a quien busco día y noche sin encontrar sombra donde respirar. Es tu sangre y tu
amparo lo que deseo.
JUAN. Apártate.
YERMA. No me apartes y quiere conmigo.
JUAN ¡Quita!
YERMA. Mira que me quedo sola. Como si la luna se buscara ella misma por el cielo.
¡Mírame! (Lo mira.)
JUAN. (La mira y la aparta bruscamente.) ¡Déjame ya de una vez!
DOLORES. ¡Juan! (Yerma cae al suelo)
YERMA. (Alto.) Cuando salía por mis claveles me tropecé con el muro. ¡Ay! ¡Ay! Es
en ese muro donde tengo que estrellar mi cabeza.
JUAN. Calla. Vamos.
DOLORES. ¡Dios mío!
YERMA. (A gritos.) Maldito sea mi padre, que me dejó su sangre de padre de cien
hijos. Maldita sea mi sangre, que los busca golpeando por las paredes.
JUAN. ¡Calla he dicho!
DOLORES. ¡Viene gente! Habla bajo.
YERMA. No me importa. Dejarme libre siquiera la voz, ahora que voy entrando en lo
más oscuro del pozo. (Se levanta.) Dejar que de mi cuerpo salga siquiera esta cosa
hermosa y que llene el aire.
DOLORES. Van a pasar por aquí.
JUAN. Silencio.
YERMA. ¡Eso! ¡Eso! Silencio. Descuida.
JUAN. Vamos. ¡Pronto!
YERMA. ¡Ya está! ¡Ya está! ¡Y es inútil que me retuerza las manos! Una cosa es
querer con la cabeza...
JUAN. Calla.
YERMA. (Bajo.) Una cosa es querer con la cabeza y otra cosa es que el cuerpo, maldito
sea el cuerpo, no nos responda. Está escrito y no me voy a poner a luchar a brazo
partido con los mares. Ya está. ¡Que mi boca se quede muda! (Sale.)
TELÓN.

CUADRO SEGUNDO
Alrededores de una ermita en plena montaña. En primer término, unas ruedas de carro
y unas mantas formando una tienda rústica, donde está Yerma. Entran las Mujeres con
ofrendas a la ermita. Vienen descalzas. En la escena está la Vieja alegre del primer
acto.
(Canto a telón corrido)
No te pude ver
cuando eras soltera,
mas de casada te encontraré.
No te pude ver
cuando eras soltera.
Te desnudaré,
casada y romera,
cuando en lo oscuro las doce den.
VIEJA. (Con sorna.) ¿Habéis bebido ya el agua santa?
MUJER 1 Sí.
VIEJA. Y ahora, a ver a ése.
MUJER 2 Creemos en él.
VIEJA. Venís a pedir hijos al santo y resulta que cada año vienen más hombres solos a
esta romería. ¿Qué es lo que pasa? (Ríe)
MUJER 1 ¿A qué vienes aquí, si no crees?
VIEJA. A ver. Yo me vuelvo loca por ver. Y a cuidar de mi hijo. El año pasado se
mataron dos por una casada seca y quiero vigilar. Y, en último caso, vengo porque me
da la gana.
MUJER 1 ¡Que Dios te perdone! (Entran.)
VIEJA. (Con sarcasmo.) Que te perdone a ti.
(Se va. Entra María con la muchacha 1)
MUCHACHA I. ¿Y ha venido?
MARÍA. Ahí tienen el carro. Me costó mucho que vinieran. Ella ha estado un mes sin
levantarse de la silla. Le tengo miedo. Tiene una idea que no sé cuál es, pero desde
luego es una idea mala.
MUCHACHA I Yo llegué con mi hermana. Lleva ocho años viniendo sin resultado.
MARÍA. Tiene hijos la que los tiene que tener.
MUCHACHA I. Es lo que yo digo. (Se oyen voces)
MARÍA. Nunca me gustó esta romería. Vamos a las eras, que es donde está la gente.
MUCHACHA I El año pasado, cuando se hizo oscuro, unos mozos atenazaron con sus
manos los pechos de mi hermana.
MARÍA. En cuatro leguas a la redonda no se oyen más que palabras terribles.
MUCHACHA I Más de cuarenta toneles de vino he visto en las espaldas de la ermita.
MARÍA. Un río de hombres solos baja por esas sierras.
(Se oyen voces. Entra Yerma con seis mujeres que van a la iglesia. Van descalzas y
llevan cirios rizados. Empieza el anochecer.)
YERMA.
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.
MUJER 2
Sobre su carne marchita
florezca la rosa amarilla.
MARÍA.
Y en el vientre de tus siervas
, la llama oscura de la tierra.
CORO
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra. (Se arrodillan)
YERMA
El cielo tiene jardines
con rosales de alegría:
entre rosal y rosal,
la rosa de maravilla.
Rayo de aurora parece
y un arcángel la vigila,
las alas como tormentas,
los ojos como agonías.
Alrededor de sus hojas
arroyos de leche tibia
juegan y mojan la cara
de las estrellas tranquilas.
Señor, abre tu rosal
sobre mi carne marchita. (Se levanta)
MUJER 2
Señor, calma con tu mano
las ascuas de su mejilla.
YERMA
Escucha a la penitente
de tu santa romería.
Abre tu rosa en mi carne
aunque tenga mil espinas.
CORO
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.
YERMA
Sobre mi carne marchita,
la rosa de maravilla.
(Entran) (Salen las Muchachas corriendo con largas cintas en las manos, por la
izquierda, y entran. Por la derecha, otras tres, con largas cintas y mirando hacia atrás,
que entran también. Hay en la escena como un crescendo de voces, con ruidos de
cascabeles y colleras de campanillas. En un plano superior aparecen las siete
muchachas, que agitan las cintas hacia la izquierda. Crece el ruido y entran dos
Máscaras populares, una como Macho y otra como hembra. Llevan grandes caretas. El
Macho empuña un cuerno de toro en la mano. No son grotescas de ningún modo, sino
de gran belleza y con un sentido de pura tierra. La Hembra agita un collar de grandes
cascabeles. El fondo se llena de gente que grita y comenta la danza. Está muy anochecido.)

NIÑOS; ¡El demonio y su mujer! ¡El demonio y su mujer!

HEMBRA: En el río de la sierra
la esposa triste se bañaba.
Por el cuerpo le subían
los caracoles del agua.
La arena de las orillas
y el aire de la mañana
le daban fuego a su risa
y temblor a sus espaldas.
¡Ay qué desnuda estaba
la doncella en el agua!
NIÑO
¡Ay cómo se quejaba!
HOMBRE 1
¡Ay marchita de amores!
¡Con el viento y el agua!
HOMBRE 2
¡Que diga a quién espera!
HOMBRE 1
¡Que diga a quién aguarda!
HOMBRE 2
¡Ay con el vientre seco
y la color quebrada!



HEMBRA
Cuando llegue la noche lo diré
cuando llegue la noche clara.
Cuando llegue la noche de la romería
rasgaré los volantes de mi enagua.
NIÑO
Y en seguida vino la noche.
¡Ay que la noche llegaba!
Mirad qué oscuro se pone
el chorro de la montaña.
(Empiezan a sonar unas guitarras.)
MACHO. (Se levanta y agita el cuerno.)
¡Ay qué blanca
la triste casada!
¡Ay cómo se queja entre las ramas!
Amapola y clavel serás luego,
cuando el Macho despliegue su capa.
(Se acerca)
Si tú vienes a la romería
a pedir que tu vientre se abra,
no te pongas un velo de luto,
sin dulce camisa de holanda.
Vete sola detrás de los muros,
donde están las higueras cerradas,
y soporta mi cuerpo de tierra
hasta el blanco gemido del alba.
¡Ay cómo relumbra!
¡Ay cómo relumbraba!
¡Ay cómo se cimbrea la casada!
HEMBRA
¡Ay que el amor le pone
coronas y guirnaldas,
y dardos de oro vivo
en sus pechos se clavan!
MACHO
Siete veces gemía,
nueve se levantaba.
Quince veces juntaron
jazmines con naranjas.
HOMBRE 3
¡Dale ya con el cuerno!
HOMBRE 2
Con la rosa y la danza.
HOMBRE 1
¡Ay cómo se cimbrea la casada!
MACHO
En esta romería
el varón siempre manda.
Los maridos son toros,
el varón siempre manda,
y las romeras flores,
para aquel que las gana.
NIÑO
Dale ya con el aire.
HOMBRE 2
Dale ya con la rama.
MACHO
¡Venid a ver la lumbre
de la que se bañaba!
HOMBRE 1
Como junco se curva.
HEMBRA
Y como flor se cansa.
HOMBRES
¡Que se aparten las niñas!
MACHO
¡Que se queme la danza
y el cuerpo reluciente
de la limpia casada!
(Se van bailando con son de palmas y música. Cantan.)
El cielo tiene jardines
con rosales de alegría:
entre rosal y rosal,
la rosa de maravilla.
(Vuelven a pasar dos muchachas gritando. Entra la vieja alegre.)
VIEJA. A ver si luego nos dejáis dormir. Pero luego será ella. (Entra Yerma.) ¿Tú?
(Yerma está abatida y no habla.) Dime ¿para qué has venido?
YERMA. No sé.
VIEJA. ¿No te convences? ¿Y tu esposo?
(Yerma da muestras de cansancio y de persona a la que una idea fija le oprime la
cabeza.)
YERMA. Ahí está.
VIEJA. ¿Qué hace?
YERMA Bebe. (Pausa. Llevándose las manos a la frente) ¡Ay!
VIEJA Ay, ay. Menos ¡ay! y mas alma. Antes no he querido decirte, pero ahora, sí.
YERMA. ¡Y qué me vas a decir que ya no sepa!
VIEJA. Lo que ya no se puede callar. Lo que está puesto encima del tejado. La culpa es
de tu marido, ¿lo oyes? Me dejaría cortar las manos. Ni su padre, ni su abuelo, ni su
bisabuelo se portaron como hombres de casta. Para tener hijo ha sido necesario que se junte el cielo con la tierra. Están hechos con saliva. En cambio, tu gente, no. Tienes
hermanos y primos a cien leguas a la redonda. ¡Mira qué maldición ha venido a caer
sobre tu hermosura!
YERMA. Una maldición. Un charco de veneno sobre las espigas.
VIEJA. Pero tú tienes pies para marcharte de tu casa.
YERMA ¿Para marcharme?
VIEJA. Cuando te vi en la romería me dio un vuelco el corazón. Aquí vienen las
mujeres a conocer hombres nuevos y el Santo hace el milagro. Mi hijo está sentado
detrás de la ermita esperándote. Mi casa necesita una mujer. Vete con él y viviremos los tres juntos. Mi hijo sí es de sangre. Como yo. Si entras en mi casa, todavía queda olor de cunas. La ceniza de tu colcha se te volverá pan y sal para las crías. Anda. No te importe la gente. Y, en cuanto a tu marido, hay en mi casa entrañas y herramientas para que no cruce siquiera la calle.
YERMA. Calla, calla. ¡Si no es eso! Nunca lo haría. Yo no puedo ir a buscar. ¿Te
figuras que puedo conocer otro hombre? ¿Dónde pones mi honra? El agua no se puede volver atrás, ni la luna llena sale a mediodía. Vete. Por el camino que voy seguiré. ¿Has pensado en serio que yo me pueda doblar a otro hombre? ¿Que yo vaya a pedirle lo que es mío como una esclava? Conóceme, para que nunca me hables más. Yo no busco.
VIEJA. Cuando se tiene sed, se agradece el agua.
YERMA. Yo soy como un campo seco donde caben arando mil pares de bueyes, y lo
que tú me das es un pequeño vaso de agua de pozo. Lo mío es dolor que ya no está en
las carnes.
VIEJA. (Fuerte.) Pues sigue así. Por tu gusto es. Como los cardos del secano. Pinchosa,
marchita.
YERMA. (Fuerte.) Marchita sí, ¡ya lo sé! ¡Marchita! No es preciso que me lo
refriegues por la boca. No vengas a solazarte, como los niños pequeños en la agonía de
un animalito. Desde que me casé estoy dándole vueltas a esta palabra, pero es la primera vez que la oigo, la primera vez que me la dicen en la cara. La primera vez que veo que es verdad.
VIEJA. No me das ninguna lástima, ninguna. Yo buscaré otra mujer para mi hijo.
(Se va. Se oye un gran coro lejano cantado por los romeros. Yerma se dirige hacia el
carro y aparece por detrás del mismo su marido.)
YERMA. ¿Estabas ahí?
JUAN. Estaba.
YERMA. ¿Acechando?
JUAN Acechando.
YERMA. ¿Y has oído?
JUAN. Sí.
YERMA ¿Y qué? Déjame y vete a los cantos. (Se sienta en las mantas)
JUAN También es hora de que yo hable.
YERMA ¡Habla!
JUAN. Y que me queje.
YERMA. ¿Con qué motivo?
JUAN. Que tengo el amargor en la garganta.
YERMA Y yo en los huesos.
JUAN. Ha llegado el último minuto de resistir este continuo lamento por cosas oscuras,
fuera de la vida, por cosas que están en el aire.
YERMA. (Con asombro dramático.) ¿Fuera de la vida dices? ¿En el aire dices?
JUAN. Por cosas que no han pasado y ni tú ni yo dirigimos.
YERMA. (Violenta.) ¡Sigue! ¡Sigue!
JUAN. Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mi no me importan. Ya es
necesario que te lo diga. A mí me importa lo que tengo entre las manos. Lo que veo por mis ojos.
YERMA. (Incorporándose de rodillas, desesperada.) Así, así. Eso es lo que yo quería
oír de tus labios. No se siente la verdad cuando está dentro de una misma, pero ¡qué
grande y cómo grita cuando se pone fuera y levanta los brazos! ¡No le importa! ¡Ya lo
he oído!
JUAN. (Acercándose.) Piensa que tenía que pasar así. Óyeme. (La abraza para
incorporarla.) Muchas mujeres serían felices de llevar tu vida. Sin hijos es la vida más
dulce. Yo soy feliz no teniéndolos. No tenemos culpa ninguna.
YERMA. ¿Y qué buscabas en mí?
JUAN. A ti misma.
YERMA. (Excitada.) ¡Eso! Buscabas la casa, la tranquilidad y una mujer. Pero nada
más. ¿Es verdad lo que digo?
JUAN. Es verdad. Como todos.
YERMA. ¿Y lo demás? ¿Y tú hijo?
JUAN. (Fuerte) ¡No oyes que no me importa! ¡No me preguntes más! ¡Que te lo tengo
que gritar al oído para que lo sepas, a ver si de una vez vives ya tranquila!
YERMA. ¿Y nunca has pensado en él cuando me has visto desearlo?
JUAN. Nunca. (Están los dos en el suelo)
YERMA. ¿Y no podré esperarlo?
JUAN No.
YERMA. ¿Ni tú?
JUAN. Ni yo tampoco. ¡Resígnate!
YERMA. ¡Marchita!
JUAN. Y a vivir en paz. Uno y otro, con suavidad, con agrado. ¡Abrázame! (La
abraza.)
YERMA. ¿Qué buscas?
JUAN. A ti te busco. Con la luna estás hermosa
YERMA. Me buscas como cuando te quieres comer una paloma.
JUAN. Bésame... así.
YERMA. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo.
Éste cae hacia atrás. Yerma le aprieta la garganta hasta matarle. Empieza el Coro de
la romería). Marchita, marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola. (Se
levanta. Empieza a llegar gente.) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para
ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué
queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo. ¡Yo misma he matado a mi hijo!
(Acude un grupo que queda parado al fondo. Se oye el Coro de la romería.)
TELÓN.